No tengo nada de depravada, pero claro, las señales que una emite a veces no son claras. Tampoco lo son las señales que una percibe. Lo que en principio podría ser algo anodino, del tipo, “¿El baño, por favor?”, “Al fondo a la derecha”, se transforma en pesadilla para esta guiri española que soy ahora cada vez que salgo de casa.
Desde que dejé el colegio privado no he vuelto a ponerme falda a diario, así que no comulgo mucho con el icono del vestidito que indica cuál es el baño femenino, aunque me ayuda a saber dónde puedo entrar y cerrar con pestillo para relajar la vejiga.
Vale que son dibujitos clásicos y diría que anticuados, pero nunca pensé que los iba a buscar con auténtica desesperación para desviar el qué dirán cuando me vean entrando en el baño de los hombres por error.
Es que ya lo he hecho. La última vez que entré en el baño de los hombres fue en la piscina, al volver de la zona común de secadores. Fue cruzar la puerta y ver que el aseo tenía la puerta abierta —lo normal, es un baño de tíos— y que el óvalo para aliviarse estaba encastrado en vertical en la pared, no anclado al suelo y con forma de asiento con tapa. Para mí lo de la tapa y en plan sillita es lo normal. Ay, que me he colado de puerta. A correr. Por fortuna nadie salía o entraba del vestuario masculino y pude irme sin que nadie, salvo las cámaras de seguridad, hubieran constatado mi presencia errónea, culpable, pecaminosa, dudosa, sospechosa…
Ojalá la cosa hubiera terminado ahí, pero no. En las termas de Griñón me encontré con que los vestuarios eran salas comunes, aunque con cabinas individuales para ponerse y quitarse el bañador, faltaría más. Intenté comportarme con naturalidad, pero no me hacía a secarme el pelo con un barrigón en bañador detrás. Y pensar que en Túnez los baños de vapor se utilizaban en días alternos, un día hombres y otro día mujeres, o al revés, un día mujeres y otro día hombres, para no cruzarse con el vecino, sin complejos ni complejas. Y que en el Golfo las piscinas femeninas sólo admitían a chavalitos hasta los ocho años, edad a la que les cambiaban los ojos a mirada de hombre, y las bañistas podrían sentirse incómodas ante la atención abiertamente sensual de un crío que en León todavía no habría hecho la primera comunión con un rosario en las manos.
En otros países las cosas también son distintas: en Moscú los baños son unisex, y en el aeropuerto indio de Trivandum me quedó meridianamente claro que la puerta con el muñeco con saree abría los aseos para las mujeres (aunque en India es mejor no aventurarse en baños públicos).
Finalmente llegué al summum de los baños cuando visité un despacho de abogados de la calle Serrano. Todo empezó con un “Holi”, seguido de charlas de Fintech y nanotech, y tras la despedida en plan Mafalda y te lo juro por Snoopy, llegó el momento culmen de mi pesadilla: “¿El tocador, por favor?” “Al final del pasillo, a la izquierda”. ¿A… la izquierda?, pensé. Si estos sitios están siempre a la derecha. Me adentré en el pasillo. Era largo y estrecho, no había espacio en doble sentido para cruzarse con alguien. O ibas, o venías. Yo iba. El corredor culminaba en una puerta a la terraza cerrada a cal y canto y a la izquierda, uf, por fin, el baño, con su chica con vestido. Yo con mis pantalones, qué le vamos a hacer. La señal clavada en la puerta, no obstante, advertía bajo el icono sin dejar lugar a dudas: “Sin Salida”. No lo pensé dos veces. Me retorcí, crucé las piernas y salí de allí sin decir ni pío y sin hacer pipí, no fuera a quedarme prisionera en una taza de wáter para siempre jamás.