Todo el lío de los aseos empezó hace unos meses cuando pregunté dónde estaba el baño en la escuela de negocios digital. Digital business school. Me suena mejor en inglés, pero al baño se va en todos los idiomas, y, a fin de cuentas, estamos en España. En casa. Sí, España ha cambiado todo mucho, aunque como en todas partes, el baño sigue estando al fondo del pasillo a la derecha.
No caminé mucho, simplemente me paré en la primera puerta que encontré, pensando que ya estaba bastante al fondo. Y el caso es que, viniendo del Golfo, donde también me costó bastante tiempo identificar los baños por géneros, me pareció super modernizador que los baños fueran mixtos, aunque lo de poner el tío de pie, normal, y a nosotras a mitad de altura, con unas caderas paleolíticas en plan Venus de Willendorf posando a lo Kim Kardashian, me chocó. No caí en la banda azul que cruzaba la puerta en diagonal. Como era todo tan súper generación “punto infinito”, quién iba a denunciar ese aspecto tan sexista, lo mismo es que ya no había que estar delgada para entrar en los aseos y la hortera de pueblo era yo. Y entonces comenzó la pesadilla, hasta hoy.
Me dio que el olor era parecido al del baño de mis hijos, mis queridos y adorados “ados” (de “adolescentes”). Sin haber cerrado la puerta detrás de mí, me volví y me percaté de que tanto la recepcionista como un par de maromos altos me miraban confusos, y no sé por qué, decidí no aventurarme en el interior de la cueva. La recepcionista levantó la barbilla indicando que siguiera más adelante en el pasillo, y antes de pasar por delante de un perchero paraban me topé con otra puerta blanca, con una banda rosa fucsia en diagonal de la que tampoco me percaté, y dos iconos: el consabido del vestidito, y otro igual al de la venus de Willendorf en el baño de los hombres. No entendí el mensaje y aun así entré porque no aguantaba más. Las dos cabinas con sendos inodoros eran alargadas, como si estuvieran en un aeropuerto y tuvieras que entrar con la maleta y cerrar la puerta para asegurarte de que nadie utilizaría una cremallera de tu maleta para meter unas papelas de farlopa. Suspiré aliviada, salí para lavarme las manos, reparé en las paredes de olivino, aquella piedra que aprendí a distinguir en los campamentos, y en las orquídeas de plástico tan de moda últimamente, cuya versión natural crece como mala hierba en bosques a la sombra en Filipinas y nos quita el sentío en plan trending topic floral en el mundo occidental. Lo de apretar el grifo hacia abajo para que saliera agua requería un curso con instructor de pesas, de tan moderno que era aquello, pero conseguí exprimir unas gotitas para enjuagarme el jabón. Al salir pedí explicaciones de los símbolos, cómo era posible que las tías con silueta de venus paleolítica pudieran entrar en el baño de los hombres y en el de las mujeres. “Erhhh, bueno, es que… en realidad es una silla de ruedas”. Acabáramos. Esas barritas laterales son… ¿una silla de ruedas? “Sí, vista de frente, claro”. Claro. Vista de frente. Además de imbécil y de Kardashian con celulitis, ahora era irreverente con los discapacitados, lo que me faltaba.