Era un cruce sólo para el carril bus. El autobús aceleró antes de llegar al paso de cebra. Me quedé parada, sabiendo que la velocidad de esa guagua de Chamberí no me tocaría. Pero no calculé bien. La carrocería no me tocaría, pero qué pasaría con el agua. No vi el agua. No vi el charco. No reaccioné.
Allí estábamos las dos, Adriana y yo, ella cantautora y yo entrevistadora, sincerándonos la una con la otra a micro cerrado, tras terminar la entrevista en el Starbucks de la calle Génova. No hay nada como encontrar a alguien que ya haya pasado por una experiencia traumática para entender tu travesía por el desierto, una repatriación a tu país donde lees el menú de paella para los turistas y no preguntas por qué no hay callos a la madrileña. Emigrantes retornados, nos llaman en el ministerio MAEC. Debería ser el Ministerio del Tiempo el que nos ayudara, tras casi dos décadas de guiri por el mundo.
“Me han roto el corazón, y es lo mejor que me ha pasado en la vida”, dijo Adriana. La frase no dejaba lugar a dudas, capaz de crear una secta de seguidores entre todos los que han sufrido por amor o se mueren de ganas por que les suceda algo así de intenso. El titular ya lo tenía, la mitad del trabajo hecho, así que otro sorbo al zumo de naranja. Cada vez soporto menos la lactosa, sobre todo en estos sitios donde engordan el café con grasa adictiva. Del menú me gusta la ensalada de quinoa, pero no la encajo en la hora del desayuno.
No pude silenciar el cacharreo de los camareros “partners” ni el ruido de los clientes, ni siquiera el hilo musical, pero todo quedó como una entrevista súper natural, fresca y cercana, justo lo contrario de lo que se ve en la tele y en el estudiadísimo postureo de las redes sociales. Podría decir que el ambiente ayudó a hacer que la entrevista fuera más desenfadada, aunque no creo que ningún técnico de sonido estuviera de acuerdo.
Lo mejor que me ha pasado en la vida. Cuánto cuesta admitirlo. Y además hay que agradecérselo a la persona que te ha destrozado el horizonte vital durante minutos, que se convierten en horas, horas que se convierten en días, días que se convierten en semanas, y semanas que llegan a sumar meses. Tal vez incluso un año. O dos. O eternamente, dejando la cicatriz abierta para recordar no volver a enamorarse, ni de un nuevo amor ni de un amor del pasado que se cuela en tu fotografía presente. Cualquier tiempo pasado fue mejor. Habría que discutirlo. Quizá sea cierto. En la distancia apreciamos aquello que perdimos y que en su momento no supimos valorar justamente.
Llovía fuera. Adriana tiene una voz fuerte, intensa. Su capaz de resolución es obvia, una mujer que se pone el mundo por montera, por mucho que llorase de amor en el AVE cada fin de semana que regresaba a visitar a su familia. Salimos juntas del local y bajamos hasta Colón, cada una con un hombro chorreante fuera del dosel del paraguas, hasta que llegamos al semáforo. Empezó a escampar y lo plegué. Desde la Biblioteca Nacional llegamos al último semáforo que nos separaba de la estación de Cercanías en Recoletos. Era un cruce sólo para el carril bus. En el borde mismo de la acera me planté, deseosa de cruzar y resguardarme de ese cielo engañoso, mitad gris y mitad azul, en el túnel de los trenes. El semáforo seguía rojo para peatones, verde para vehículos. El autobús aceleró antes de llegar al paso de cebra. Me quedé parada, sabiendo que la velocidad de esa guagua de Chamberí no me tocaría. Pero no calculé bien. La carrocería no me tocaría, pero qué pasaría con el agua. No vi el agua. No vi el charco. No reaccioné. No fui consciente de la ducha que el chófer de la EMT pensaba regalarme. El tiempo se paró, me transportaron en brazos. Adriana me había apartado casi en volandas. El autobús pasó por delante, el agua se levantó a cámara lenta como una ola que muere en la orilla. No me salpicó ni una gota. Me giré, el resto de viandantes también. Aquí está Gurb, versión chica y en Madrid, debió pensar alguno. Bienvenida a mi nueva vida.