Aparecí por Estocolmo por una historia de startups y plataformas empresariales -tantas incubadoras ahora se cambian el nombre para no faltar a la realidad-, y estuvo bien, porque acostumbrada a oír tanta historia de ángeles inversores que inyectan fondos como si fueran esteroides, me topé con un entorno de crecimiento «orgánico», como lo definió Pierre, el francés de la incubadora parisina Station F que renegaba de todas esas ayudas vitamínicas. Estuvo genial ver que las multinacionales suecas se comprometieran a pagar su recibo anual a cambio de que la plataforma le indicara qué startups podrían solucionarle la tostada sin tener que anunciar sus problemas de innovación tecnológica. Los pequeños crecen, nosotros nos mantenemos, y el nombre del país sigue adelante. Todos remamos en el mismo barco vikingo. En cierto momento pensé que aquello se parecía al «I have a dream» de Martin L. King, como si el modelo fuera exportable y las grandes empresas multinacionales pudieran contratar a las pequeñas startups y jugar juntas al corro de la patata, sin importarles el color de la start-up ni exhibir su poderío frente al underdog.
Pero lo mejor de Estocolmo fueron sus carreras de taxi. No hay nada como un taxista para saber cómo funciona un país. Como en muchos sitios, los extranjeros copan el sector de los servicios, así que tuve un conductor sueco de origen iraní que por el camino había sido italiano: se escapó de su país natal y llegó a Turquía, donde le facilitaron el camino hasta Italia, y donde compró un pasaporte italiano y un billete de avión a Suecia. El paquete turístico le costó once mil dólares hace doce años, pero el tráfico ilegal de personas también sufre de la inflación y, a día de hoy, me dijo que estaba en catorce mil dólares. El tipo respetó el tiempo legal para pasar de italiano a sueco y desde entonces es tan vikingo como Thor. Otro que también era tan comedido como un sueco fue un conductor africano: el sobrino del antiguo embajador de Etiopía que se trajo a toda la familia un par de décadas antes. El hoy chófer pudo llegar a la universidad y graduarse en Farmacia, vivir tres años en Londres y seis meses en China, viajes imprescindibles para exportar la cosecha que la familia producía en sus tierras etíopes. Dígale a un agricultor español que para exportar grano a China tiene que ser taxista en Estocolmo nueve meses al año.
El siguiente conductor fue eritreo, tuvo problemas de religión y llegó «de alguna forma» a Estocolmo, estudió enfermería pero ejercía de taxista porque prefería la independencia y además ganaba lo suficiente para expandir el negocio de ganadería de su familia en África. Otro fue turco, también tuvo problemas de religión porque era católico, así que en Suecia era feliz de la vida y no echaba de menos las visitas turísticas a la Capadocia.
¿Y en Madrid? En Madrid…los taxistas debaten el color del uniforme que llevarán.
Publicado en Ecoonomia el miércoles, 25 de Julio de 2018